¡QUÉ MALAS PULGAS!

Era la primera vez que veía el mar. Estaba emocionada. Envuelta en una agradable brisa marina, corrí a su encuentro. El mar se enredaba en mis patas y me lanzaba refrescantes mordiscos de espuma. Yo le devolvía los mordiscos y le ladraba. Cuando el mar venía, me traía el sonido de lo perdurable. Cuando el mar se retiraba, me dejaba el sonido transitorio de las caracolas vacías. Yo quería dejar mis huellas marcadas en la arena, pero él las borraba.
El mar y yo jugábamos al corre que te pillo. Me regaló una caja que flotaba a la deriva. La sujeté con los dientes y la llevé de una punta a otra de la playa.
En la orilla, desde la arena, las pulgas marinas saltaban a mi hocico. Me comí unas cuantas. Sabían muy saladas.
Estuve saltando a la comba con el mar hasta que me aburrí. Volví junto a mi familia, que observaba de cerca mi diálogo con el mar. Me tumbé junto a ellos bajo la sombrilla y comencé a sentirme mal. Me dolía la barriga y me daban náuseas. Además, la combinación de sal y arena en mi pelaje me causaba irritación en la piel. Estaba deseando regresar a casa para que me dieran un baño de agua dulce.
Ya en casa me sentí un poco mejor, pero pasé la noche fatal... Al día siguiente mis amos me llevaron al veterinario.
¡Ay, ay..., mi barriguita! Decididamente tengo que tener más cuidado con mis chapuzones en el mar, porque es traicionero y tiene muy malas pulgas marinas.